Aún con los ojos cerrados, oye de forma muy lejana el trinar de unos pájaros. Abre sus hinchados párpados despacio, algo aturdida y mareada. Otro sonido que no consigue distinguir, se mezcla con el cantar de los pájaros. Como si de un pequeño bebé que empieza a tomar consciencia de lo que le rodea, terminan sus sentidos por despertarse. Ahora, sí puede distinguirlos perfectamente. Es el camión, que a muy temprana hora, comienza a limpiar las calles. Seguro que nadie les ha dicho que, mientras ellos dormían, sus lágrimas se encargaron de limpiarlas.
Algo dentro de ella se quiebra y le hace saltar del sofá donde se encuentra. Imágenes confusas llegan a su mente: su padre gritando y llorando desconsoladamente, sus hermanos con la mirada ausente… y gente, mucha gente. Todo comienza a tener sentido, ahora ya se acuerda, entraban todos en la iglesia, todos… menos ella.
En sus recuerdos la busca, la busca pero no la encuentra. Le pregunta a todos los allí presentes y no entiende por qué todos, en vez de responder, entre sollozos la besan. Se siente impotente, sin respuestas. Desea gritar de rabia, pero no le sale la voz. Con la mirada busca a su padre. Lo encuentra sentado junto a sus hermanos, en el primer banco de la iglesia. Se dirige hacia ellos, con paso lento y cansado, pensando que su madre también allí se encuentra. Al llegar, ve que hay un solo sitio libre junto a su padre, donde debería estar sentada ella. Su padre la mira y le dice: “siéntate aquí, mi princesa”. Todo se nubla a su alrededor y es lo último que recuerda.
Los sonidos del despertar de un nuevo día parecen querer taladrar su cabeza. Puertas que se cierran, coches que arrancan, niños que corren calle abajo, autobuses que se ponen en marcha, besos de despedidas y abrazos de esos que dicen “te veo luego en casa”.
La vida, no te da tregua. Ni un solo día se para para vestirse de luto. Ni un solo día, la vida te dice que no fue justo, solo te dice, que no espera, que avances con ella.
Tras ducharse y vestirse, camina con la cabeza gacha hacia la casa de su padre. Es doloroso entrar y que aún huela a ella, ahora entiende por qué su padre no puede seguir viviendo en ella.
Se arma de valor, empieza a vaciar la casa al tiempo que va llenando las cajas. Tan solo unas pequeñas muescas en el marco de una puerta, indicarán que un día, tres niños vivieron felices en ella.
Todo cuanto sabe de la vida lo aprendió de su madre. Solo una cosa no le enseñó… aprender a vivir sin ella.
Todo irá a la beneficencia, tan solo algunas cosas se las quedarán sus hermanos y ella. Con rabia y tristeza, sigue vaciando armarios, muebles y cajones. En el último cajón de la cómoda del dormitorio encuentra varios álbumes de fotos y libretas escritas de su puño y letra. Se sienta sobre la cama y se dispone a leerlas. Los ojos llenos de lágrimas le impiden ver las letras, todo el dolor de una mujer, su madre, plasmado en más de diez libretas. Dolor por la muerte de su padre, hace casi 30 años, que la dejó sumida en la mas profunda de las tristezas.
Se siente culpable por no haber sabido consolar a su madre. Por entonces, ella, era solo una adolescente que había perdido a su abuelo, pero desconocía lo que significaba perder a un padre.
Se siente culpable por no haber sabido ver a lo largo de los años el dolor que escondía su madre. Quizás porque ella no lo es, no comprende que una madre siempre evitará cualquier tipo de sufrimiento a sus hijos, aunque eso implique aumentar el de ella.
Se siente culpable por no haber conocido a la mujer… solo conoció a la madre. Una madre que abandonó sus sueños para poder cumplir los de ella.
Cierra la última libreta y empieza a ver las fotos, fotos de cuando ella y sus hermanos eran pequeños: cumpleaños, carnavales, ferias, Navidades, Semana Santa, fin de curso, vacaciones, pinos y playa. Fotos de cuando todos vivían bajo el mismo techo, con una madre feliz de poder jugar con ellos, fotos de cuando aún necesitaba cuidar de ellos, como si, al crecer, cada uno de ellos se marchará, y ella, poco a poco, se desvaneciera, para acabar marchitándose.
Entre llantos, a su madre le reprocha el no haber cultivado y alimentado su otra parcela. Le reprocha el no haber sabido ser, además de esposa y madre, confidente y amiga.
Ahora ella se arrepiente de haber sido solo su hija, de no haber compartido charlas, sobre los sueños y errores, sobre los chicos que, en su día, les hicieron a ambas saltar los colores, de los hombres que amaron y a los que odiaron, de los deseos ocultos y de los realizados.
Ahora ella se culpa de verse reflejada en sus letras. se culpa de parecerse tanto a ella.
Todo cuanto posee lo tiene delante de ella, aún no es consciente del gran legado que su madre le deja. Sentimientos ahogados, sentimientos escritos, sentimientos guardados… sentimientos, jamás mostrados.
Ahora que han pasado los años, ella no tiene hija que la lea. No tiene a nadie que tenga su misma mirada. No existen los reproches, quizás ya no quede quién la quiera. Pero dicen que pasa las tardes sentada en el parque, escribiendo en su propia libreta.
Leemos a escritores, filósofos y poetas. Aprendemos de ellos, de sus estudios y sus letras, sin pensar que quizás, lo escribieron todo por no saber expresar con su voz, lo que el alma grita y de lo que se alimenta.